Frecuentemente, en el núcleo
familiar, uno se esfuerza en agradar o molestar a sus progenitores por diversos
o mismos motivos, ya que muchas veces el objetivo es compartido. Con el paso de
los años, uno comprende que haga lo que haga nunca se consigue el fin al que se
tiende pese a los múltiples intentos realizados. Y esto es así porque los
problemas, carencias, injusticias o la falta de atención no dependen de una
sola persona. A veces llamamos a la puerta pero no hay nadie o quien se
encuentra se niega a escuchar. No concurre la comunicación y las convicciones,
el orgullo y la prepotencia ayudan a su inexistencia.
La consciencia de no hallar una
salida puede llevar a la resignación y aceptación de la situación. Sin embargo,
para los que no entendemos esta solución como el fin del conflicto, acentúa el
malestar y, como consecuencia, la distancia, la falta de preocupación y, muchas
veces, el desprecio hacia los que se negaron a ver esa mano que se les tendía
solo con pretensión de bienestar común.
Se dice, que con esa distancia
los ojos ciegos empiezan a recobrar visión y que, si tú los cierras al pasado,
el futuro brinda esa oportunidad anhelada en aquellos tiempos. No sé, todavía
no he tenido oportunidad de comprobarlo. Lo que sí sé es que el tiempo
transforma el dolor en rencor y si se acentúa con distintos agravios, puede
llegar a convertirse en odio. Si eso sucede, no hay vuelta atrás, tan solo ser
uno más de los que prefiere seguir su camino: un camino que antaño aprendió a
realizar solo a pesar de no estar en su ánimo y que, con el tiempo se convirtió
en un alivio, en un refugio que ya no admite invitado alguno.
Emaleth
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