Roger Schulz, en la soledad de su
despacho, escribía en una pequeña libreta de cubierta dorada. Pocos conocían el
lenguaje que empleaba junto a pequeños dibujos y símbolos que impregnaban los
márgenes de las hojas. Se tomaba su tiempo deslizando suavemente la pluma sobre
el papel, perfilando cada curva, cada signo. Un golpe en la puerta rompió su
concentración. A un gesto suyo, se abrió sin que nada o nadie pareciese haberla
tocado y un hombre entró con paso firme.
Unos pocos metros bastaron para que ambas miradas se cruzaran fijamente.
En la intensidad de la batalla por aguantarse la mirada, una fría voz inquietó
a Schulz, aunque no lo suficiente para que aflorara en su rostro. Lentamente
alzó una mano para invitarlo a tomar asiento, pero su oferta fue declinada.
El encuentro entre ambos era cada
vez más difícil. Schulz intuía un final cercano y la furia que podía leer en
sus malvados ojos solo significaba un porvenir turbulento. No siempre había
sido así, no siempre había reflejado una mirada feroz henchida de orgullo ni
una decepción y rencor que minaron el amor del pasado. Desde su primer
encuentro, el conocimiento y respeto mutuo los unió hasta que la ambición en
pos de sueños locos los fue separando irremediablemente.
A penas era un niño cuando lo
recogió una fría noche junto a un montón de basura. Parecía un bulto más entre
las bolsas acumuladas, cubierto por una fina capa de humedad y escarcha. Con
cuidado lo estrechó entre sus brazos procurando tenerlo abrigado junto a su
pecho. Acelerando el paso, llegó a su casa donde inmediatamente preparó un baño
de agua caliente para reanimar aquel cuerpo que apenas daba señales de vida.
Aún encogido en la bañera, su
rostro fue poco a poco recobrando el color de sus mejillas y, por primera vez,
pudo ver con total claridad sus ojos. La inocencia y la curiosidad de la
infancia no habían desaparecido a pesar de la dureza de la calle; sin embargo,
si te adentrabas en la profundidad de ese verde intenso, un turbulento
torbellino de sentimientos en ellos avisaba de un peligro, de un alma que se
negaba a distinguir entre el bien y el mal. Creyó haberse equivocado, pero la
alarma que resonaba en su cabeza se negaba a olvidarlo: no confundas confusión
con desconocimiento, el sujeto de una voluntad poderosa no distingue entre
actos buenos y malos, solo en la culminación de objetivos impuestos a su
capricho. Palabras leídas en algún viejo libro que resonaron largo tiempo en su
cabeza mientras el niño abandonaba la niñez para abrazar una adolescencia que
adolecía de falta de compañía, pero rebosaba de ansia de conocimiento. Ignoró
las señales durante años debido a su propio egoísmo pues sus largos viajes en
busca de saberes ancestrales confinaron al niño en una jaula dorada sin
referente en el que apoyarse.
Hubo un tiempo de tregua entre
tantas acusaciones y excusas. Una sonrisa de tristeza afloraba en su rostro
cuando traía a su mente tan felices recuerdos. No era capaz de recordar ningún
otro con semejante sentimiento, ni siquiera cuando lo sobrenatural dejó de ser
un estudio sobre papel. La magia los unió, el dominio de la misma les enfrentó
y la locura los separó.
Ahuyentó los viejos fantasmas del
pasado y se concentró en el presente, en una conversación que parecía tornarse
en la última entre ellos. Cerró su libreta, musitó unas palabras e invitó a
hablar a su hijo…
1 comentario:
Que descripción tan detallada querida escritora. Este relato me ha llenado de curiosidad en cada línea. Ánimo con esta bonita afición que desarrollas tan bien!! Bss
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