La primera vez que sucedió nos
pilló de improvisto. No sabíamos qué era o cómo pudo ocurrir. Simplemente pasó.
La espera, el diagnóstico y las pruebas posteriores ensombrecieron la realidad:
era una parte de nosotros o, al menos, también de mí.
La segunda vez, sin causa
aparente alguna fue más duro e, incluso, más cercano si cabe. En ese momento la
palabra milagro tuvo sentido por primera vez. Sin embargo, el miedo ya se había
instalado en mi interior. Fue el pánico el que me llevó al hospital tras superar
ese bache. Se quedó en una falsa alarma, pero el alivio no consiguió desterrar
ese sentimiento de mi interior.
La tercera vez no acaeció; la
medicación y los controles ayudaron a priorizar otros miedos que, por fortuna,
sí se superaron.
La cuarta vez se transformó en
dolor. Mis oídos escucharon lo que nunca habrían querido oír. No te preocupes,
es mejor saberlo para enfrentarlo. Bonitas palabras vacías, carente de
significado para mí, sobre todo cuando atañe a tu propia sangre.
La quinta vez es todos los días.
Un malestar te hace ponerte en guardia, vigilar cada parte de la piel y tratar
de mantener tu mente fría para evitar un ataque de ansiedad. No es fácil. No
siempre lo consigo.
El miedo es una fuerza demasiado
grande cuando pone en riesgo todo lo que te rodea, todo lo que tanto te ha
costado conseguir; te limita como ser y, sobre todo, como lo que podría llegar
a ser.
Emaleth
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