martes, 1 de febrero de 2011

Y la infancia murió

El por qué estaba allí parado había desaparecido de su mente. Lejos quedaban ya las risas de sus compañeros y los ánimos malévolos que le impulsaban a hacerlo. No podía culparlos, ya le habían advertido lo que podía suceder aunque no lo había entendido igual que ellos.

Sus ojos seguían fijos en el mismo punto; no podía apartarlos. El estado de hipnosis en el que se encontraba a penas le permitía parpadear. Ante él había un chico al que creía conocer pero que, en realidad, no era más que un completo desconocido. Parecía tener su misma edad, su misma cara de despreocupación y esa postura de plena confianza ante el mundo. Habría pasado por ser uno más si aquella mirada de adulto no delatara su saber.

No podía explicarlo, pero lo supo y, en ese preciso instante, la sonrisa del niño se convirtió en una mueca cínica de bienvenida.

La infancia murió y el conocimiento hizo temblar de miedo cada parte de su cuerpo. No le preocupaba lo que sería de aquel niño, tampoco si seguiría allí de pie cuando pudiera dominarse e irse. No le preocupaba las burlas de sus compañeros cuando regresara a la monotonía del día a día. No le preocupaba crecer, ni asumir responsabilidades. Lo que realmente le asustaba era no tener ninguna de esas cosas. El mañana apenas se divisaba entre un horizonte gris plagado de guerras, de pobreza, de egoísmo, de impotencia, de contaminación…Dentro de sí lo había sabido siempre: el mundo no aguantará y las miradas suplicantes tornarán a unos dioses a los que culpar, a los que mitiguen sus pecados, a los que exigir milagros. Rescatarlos del olvido no servirá de nada; el reloj sigue inexorable su cuenta atrás.

El estruendo de la destrucción apagará los sollozos y gritos de una humanidad que perdió la oportunidad de redimirse. La Tierra despertará de su largo letargo para desterrar de sí a unos hijos desagradecidos, a unos parásitos que solo habían de recordarse por la enfermedad dejada tras de sí, de unas meras motas de polvo que ante la inmensidad del universo pretendieron ser alguien olvidando que el todo está formado de pequeñas individualidades necesarias. Nadie es más que nadie ni que nada.

La esperanza murió en sus ojos y la resignación, rabia e impotencia se agolparon y adueñaron de su alma. No había punto de retorno. Miró al chico por última vez y, cerrando los ojos, deseó haber sido ese reflejo de sí mismo en el charco que había ante sus pies. Pero desearlo con todas sus fuerzas no fue suficiente. Los abrió y frente a él ya no había nadie, solo un fantasma más de una sociedad agonizante en un mundo herido de muerte.
Emaleth

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