Cuando la habitación oscureció, salió corriendo hacia la ventana. Su mirada curiosa recorrió rápidamente el cielo para ver a la Luna. Parecía haberse convertido en su ritual de cada noche, pero ese día estaba más ansiosa que otras veces. Las nubes la habían ocultado durante la última semana y un velo de tristeza se posaba sobre su rostro antes de meterse en la cama. Por suerte, no había nubes y su sonrisa tornó de nuevo en cuanto la vio reinando en el cielo acompañada siempre de su inseparable séquito, las estrellas.
Sin contener la emoción, gritó un
fuerte hola acompañado de un enérgico movimiento de mano. En ese momento me
sorprendí, creí ver un fuerte destello a través del cristal. Y es que me
encantaba apoyarme en el marco de la puerta y observar cómo con su lengua de
trapo, relataba su día, sus ilusiones, sus juegos e, incluso, sus momentos de
enfado y de lágrimas derramadas por hacerse daño o porque la habían reñido. A
veces, hacía pausas y miraba con detenimiento su superficie blanca. Asemejaban
tener algún tipo de conversación que solo ellas podían entender, de una
complejidad que incluso para un simple observador podría provocar celos por
carecer de algo igual.
Abstraída me hallaba contemplando
tan tierna escena que no fui consciente de que alguien pasó por mi lado. Era su
padre para animarla a la despedida, a un breve adiós hasta el día siguiente.
Ella siempre se negaba y amenazaba con un posible berrinche, pero entonces,
alzó la vista de nuevo, asintió en silencio y susurró un adiós mientras dirigía
una mano hacia sus labios para enviarla un gran beso de buenas noches.