miércoles, 27 de abril de 2011

La oficina

El reloj parecía luchar contra el paso del tiempo pues sus manecillas se negaban a avanzar en una mañana lluviosa de invierno. Nada más levantarse aquél día de la cama, un presentimiento le reveló que nada iría bien. Pensó desecharlo en el mismo instante en que lo tuvo pero él sabía muy bien que con el destino no se podía jugar. El golpe contra la puerta, la tostada quemada, el paraguas destrozado por el aire mientras perseguía al autobús en un vano intento por hacerle parar,…no parecieron ser suficiente motivación para hacer trabajar a una suerte particular que parecía disfrutar con cada obstáculo que se le presentaba.


En la prisión que era su trabajo las cosas tampoco auguraban una mejora: en el descanso debía acudir a la oficina del director. Parecía estar algo descontento con el último proyecto presentado. Aún recordaba el día que se lo encargaron porque, en ese mismo momento, pensó que ya no podrían pedirle algo más estúpido que eso.


La empresa para la que trabajaba ya cuatro largos y tediosos años, preparaba un evento cuyo objetivo era juntar a distintos grupos familiares para unir a sus miembros mediante distintas actividades que fomentasen la educación y el entendimiento. Vamos, coger una estúpida serie televisiva con mensajes simplistas morales y hacerla realidad en un falso día de diversión, felicidad y ocio.


Cada miembro del equipo debía plantear una de esas actividades atendiendo a su propia situación familiar, gustos y experiencia vivida. ¡Cómo si nos gustase pasar un día con la familia! Las preguntas eran claras: ¿Qué te gustaría hacer?, ¿Cómo lo harías? ¿Quién te gustaría que te acompañara? Y otras tantas semejantes. ¡¿No era ya la vida suficientemente cruel con él que tenía que aguantar cosas como estas?! Y, para rematar la tortura, era un trabajo que ocupaba el horario de su tiempo libre, porque en el de oficina parecían tener prioridad otros asuntos de estupidez semejante.


Mientras divagaba perdido en sus pensamientos, sintió una mirada fija sobre él. Era su supervisora. Con una sonrisa falsa la saludó. Ella no se sintió intimidada pues mostró una más amplia y, lo que era peor, malévola y sincera. Su dedo señalaba la puerta y él ya sabía lo que tenía que hacer. No tenía miedo: no era la primera vez y sabía que la última tampoco.

Con paso firme se dirigió hacia la puerta del final del pasillo. Un nombre en la puerta revelaba el dueño de aquél despacho y un cargo sospechosamente merecido. Esta vez no llamaría a la puerta, sabía que él estaría allí esperándole con una carpeta donde se guardaba su vida laboral, pocos éxitos y muchos fallos. Lo más difícil de creer era que el sistema todavía tenía una pequeña esperanza depositada en él.


Cruzó la puerta y, antes de darle la oportunidad de decir algo, se sentó frente a él, aguantándole valientemente la mirada. Él hizo lo mismo tras mirar al cielo buscando alguna ayuda. Después, intentando mantener la calma, le explicó el motivo de su comparecencia mientras intentaba hacerle entender que una actividad en familia no era conducir un tanque para bombardear al colegio y todo aquél que se interpusiera en su camino.


No tuvo suerte: seguía pensando que era una gran idea y su única motivación para aguantar las clases día tras día. Si ellos tenían esperanza en él, por qué no la iba a tener él mismo sobre su propia capacidad de alcanzar sus sueños…

Emaleth

jueves, 21 de abril de 2011

Érase una vez...

El trinar de los pájaros anunció la llegada de un nuevo día. A penas había conseguido dormir por los nervios y la ansiedad de la espera. El nuevo amanecer anunciaba cambios y todos eran a su favor.



Se levantó lentamente, dejando que el calor que entraba por la ventana la desentumeciese de la quietud de la noche. Su mayoría de edad se cumplía y, con ella, podría abandonar al fin la torre en la que había sido recluida hasta donde su memoria alcanzaba a recordar.



Delante del espejo, sus ojos dorados vigilaron con atención cada pequeño detalle: el vestido, los zapatos, las joyas…hasta llegar a su bien más preciado: un cabello tejido con el mismo color de la luna. Lo cepilló meticulosamente para acentuar aún más su brillo para, a continuación, trenzarlo y disimular su largura en un complicado recogido.



La tarea la llevó algo más del medio día, aunque poco significaban las horas para ella. El atardecer sería testigo de su libertad y su madre, por fin dejaría el luto de su desdicha para resplandecer con la alegría de la hija liberada. Ya nadie recordaba cómo era en su plenitud y, la adolescente de cabellos plateados solo sabía lo que los libros decían de ella, de su belleza y su magnificencia en el reino de la noche. Esa había sido la maldición que empezó con su nacimiento: la princesa había heredado el poder de dos reinos y quien la tomara en matrimonio gobernaría ambos mundos.



Envidiaba la historia de amor de su madre pero, en el fondo, la rechazaba con igual fuerza. El amor había condenado a sus padres, ambos estaban obligados a errar a través de los tiempos, a estar unidos en unos minutos y a estar separados el resto día tras día. No podía hacer más que compadecerse por ellos, pero aún había una oportunidad para ella: debía esperar a un príncipe que la rescatara de su cárcel el día en que cumpliese dieciocho años.



Se agachó para sacar una bolsa que llevaba oculta debajo de su cama hacía ya muchos años. Todo los que necesitaba estaba allí, junto con una capa que la protegiese del frío y de miradas ajenas.


Se sentó frente al ventanal imaginando como sería el hombre que surgiría de ella. En los cuentos que había tenido la oportunidad de leer, todos eran hermosos, apuestos, valientes y sin ningún temor a enfrentarse a lo desconocido. No conocía su propia con exactitud, pero sí sabía que era más simple que todas ellas: no había dragones, ni monstruos, ni fosos de lava ni nada por el estilo. Así que suponía que el príncipe iría a juego con su padecer.



Mientras andaba perdida en sus pensamientos, un garfio golpeó en la piedra del ventanal. ¡Había llegado su momento! Intentó no parecer inquieta cuando un rostro asomó por él. Se sorprendió al descubrirlo pues no era ningún príncipe joven sino algo más cercano a la figura de un padre. Pero por más adversidades que le presentase el destino, su ánimo seguiría intacto por alcanzar su sueño.



Tras las debidas presentaciones, se dejó coger junto a sus pertenencias para descender de la alta torre y entonces recordó. Cuando era pequeña, una dulce voz la arrullaba en el estado de duermevela revelándola que su desdicha finalizaría cuando sus pies tocasen la superficie bajo su prisión. Quería creer que era la voz de su madre pues era el único recuerdo de su infancia que la hacía soportar el día a día. Nadie sabe las lágrimas que derramó cuando dejó de oírla…



Sintió un agradable frescor cuando sus pies tocaron la hierba. Era una sensación nueva, tal vez eso que llamaban libertad. Quería correr, disfrutar de lo que la rodeaba, gritar con toda la fuerza que hubiese en sus pulmones para demostrarse que estaba viva, que existía. Y todo se quedó en ese tal vez pues vio la severa mirada del que sería su futuro marido. Con un gesto la indicó que subiera junto a él al caballo y olvidará todo lo que pasaba por su cabeza.



Mientras la llevaban a su nuevo presidio, unas lágrimas surcaban en silencio su cara y se prometió a sí misma y a sus padres que nunca más sería la prisionera de nadie. Sin más, sacó una afilada daga de su bolsa y, antes de que el príncipe pudiese adivinar sus intenciones, le rajó la garganta de lado a lado. El caballo se encabritó y la oscuridad la envolvió.



Alguien la animaba a despertar. Era la voz de su recuerdo. Abriendo sus ojos dorados pudo ver a su madre en todo su esplendor. Nunca antes la había visto de aquella forma; era mucho más hermosa de lo que la habían hecho creer los poetas. Su luz lo iluminaba todo indicándola el camino que debía seguir. Siguió escuchando sus palabras de felicitación por su gran coraje demostrado pero también la advertencia del peligro que allí corría si permanecía más tiempo. Solo debía recordar que durante la noche ella la protegería y, por el día, su padre se encargaría de infringirle el valor necesario para salir adelante.



No les defraudaría. Por fin era libre para ser lo que ella quisiera. No habría más cárceles, ni más cuentos, ni más destinos que cumplir. Ella no era como las otras insulsas princesas: el ahora era ella, la Luna, el Sol y todo un mundo por descubrir…


Emaleth